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18 sept 2010

El Programador y el Project Manager

Transcribo y traduzco una hermosa historia sobre el encuentro entre un PM y un programador:


Un hombre va volando en un globo aerostático y de pronto se da cuenta de que está perdido. Disminuye un poco su altitud y ve a un hombre caminando por el campo. Entonces baja otro poco y grita:

–Discúlpeme, ¿puede ayudarme? Le prometí a un amigo que me encontraría con él hace media hora, pero no sé dónde estoy.

–Claro que puedo ayudarlo. Usted está en un globo aerostático, aproximadamente a 15 metros por encima de este campo. Se encuentra entre 40° y 42° latitud Norte, y entre 58° y 60° longitud Oeste.

–Usted debe ser un programador –dice el hombre del globo.

–Lo soy –responde el de abajo–. ¿Cómo se dio cuenta?

–Bueno –dice el del globo–, todo lo que me ha dicho usted es técnicamente correcto, pero no tengo idea de qué hacer con la información que me ha dado, y el hecho es que sigo estando perdido.

Entonces el hombre de abajo dice:

–Usted debe ser un project manager.

–Lo soy –responde el del globo–, pero ¿cómo se dio cuenta?

–Bueno –dice el hombre–, usted no sabe adónde se encuentra ni hacia dónde va. Ha hecho una promesa y no tiene idea de cómo cumplirla, y espera que yo le resuelva su problema. Lo cierto es que usted se encuentra exactamente en la misma posición en la que estaba antes de que nos encontráramos, pero ahora, por alguna razón, la culpa es mía.




Confieso que, cuando la leí, me sentí muy identificado con el programador, que muy tranquilo iba paseando por el campo y tuvo que venir un PM a arruinarle la vida. Imagino que el pobre programador ahora estará sufriendo úlceras y toda otra clase de dolencias derivadas del stress.

La versión original del cuento (en inglés), aquí.

11 sept 2010

Melancolías matemáticas

Es bien sabido que los científicos, los buenos científicos, guardan toda su pasión para sus experimentos, sus descubrimientos o sus teorías. Por tal razón se los cree fríos e insensibles, incapaces de experimentar los sentimientos que son normales para cualquier otro ser humano. No es mi caso; o bien no soy un buen científico, o soy una excepción a la creencia antedicha.
Mis estudios y mi carrera siempre giraron en torno a las inequívocas verdades de las ciencias exactas. Sin embargo, al ser mi corazón totalmente permeable a la sensiblería mundana, se mezclaban en mi cabeza los estrictos conceptos de la ciencia con los confusos e inexplicables razonamientos del corazón.
En el colegio secundario, en medio de alguno de los muchos desengaños amorosos vividos durante la adolescencia, tuve que exponer ante la clase los corolarios del teorema de Thales. Al querer explicar el concepto de rectas paralelas, afloraron mis sentimientos, distorsionando todo lo que había estudiado al respecto:

“Las rectas paralelas son la representación matemática del amor imposible: dos almas gemelas condenadas a no encontrarse jamás, siempre separadas por la misma distancia, sin principio ni fin, mirándose una a la otra por toda la eternidad, sin posibilidades de llegar a tocarse. Su mayor esperanza descansa en algo que les dijeron, pero que no pueden comprobar: que llegarán a tocarse en el infinito, ese lugar al que nunca se llega. También abrigan la esperanza de toparse algún día con alguna geometría no euclidiana, alguna realidad alterna, algún espacio curvo que les permita burlar a su cruel destino de soledad”.

De más está decir que la profesora de matemática, sin entender ni una palabra, calificó mi exabrupto sentimental con un rotundo cero. Es una pena que no haya pasado por allí en ese momento la profesora de literatura.
Al finalizar mi adolescencia, pensé que esa ambivalencia sentimental/científica desaparecería, dejándome sólo la parte científica. Pero no fue así.
En la universidad, mientras estudiaba Análisis matemático I, la teoría de los límites de funciones me llevó a reflexionar sobre la existencia del infierno y de los tormentos eternos. Mientras la profesora explicaba, yo tomaba apuntes, pero los teñía con mis delirios filosóficos:

“Los límites son instrumentos creados por el demonio para atormentar a las impías funciones acotadas. El límite es un valor utópico al que una función acotada no puede llegar, por más esfuerzos que haga. Irónicamente, el alcanzar ese valor es prácticamente la razón de la existencia de la función, a tal punto que, si se mira a la distancia, el nacimiento y crecimiento de la función pierden toda su relevancia, y sólo puede observarse su inútil esfuerzo por alcanzar el límite que le fue impuesto”. “Pero la crueldad de los límites va más allá. La teoría de los mismos dice que la función podrá ‘llegar tan cerca del límite como lo desee, pero sin llegar a tocarlo nunca’. Dicho de otro modo, si la función pudiera asomarse fuera del plano y espiar hacia su futuro, gracias a la imprecisión de las representaciones numéricas creería que, si se esfuerza un poco más, podrá llegar finalmente a tocar el tan ansiado límite. Pero luego de hacer el esfuerzo, se encontrará con la desdicha de que sólo se ha acercado un poco, y el límite le seguirá siendo esquivo”.

Cuando llegó el momento de estudiar para los exámenes, mis apuntes no servían para nada. Tuve que cursar Análisis Matemático I dos veces, y en el examen final a duras penas obtuve un cinco (gracias a que conmoví a la profesora con una analogía entre la integración de funciones y la plenitud del alma).
En Álgebra también tuve problemas. Cuando el profesor explicó cómo se calcula el módulo de un número –operación matemática que iguala a los valores negativos con los positivos– yo asocié ese concepto con el mecanismo de confesión y arrepentimiento propio de la iglesia católica, el cual deja a justos y pecadores en iguales condiciones ante los ojos de Dios.
En la actualidad, mis estudios universitarios ya han concluido. Pero todavía no pude terminar mi tesis de licenciatura, a falta de un profesor que quisiera apadrinar mi trabajo, presentado con el título de “La teoría del caos aplicada a la predicción de éxito en los intentos por levantarse minas”.